
1949 – 2013
No hace mucho, en marzo de este año, cumplí 64 años de vida, y lo que debía ser una celebración por el milagro de llegar a esa edad teniendo una enfermedad neuromuscular progresiva como la atrofia muscular espinal, se convirtió en una dicotomía de tristeza y alegría. Por un lado, se sentía la ausencia física del amigo Gabriel, a quien el cáncer se había llevado el mes anterior; y por el otro, mi amigo Charly Castillo contaba unas ocurrencias que podían hacían reír hasta a los muertos. Se percibía el sentimiento grato que un grupo de vecinos transmitía hacia mi persona, el afecto de Daniel quien sacrificaba sus horas de descanso para poder atenderme cuando la visita se marchase. Y toda esa sensación de alegría y camaradería que a su modo encarnaba en vida mi compadre Gabriel.
Era 2 de abril de 1962, había asistido a mi primer día de clase en el turno mañana de la Gran Unidad Hipólito Unanue, y debía regresar a las clases de 3 a 6 pm. Ese tarde mi madre Julia me acompañó al paradero para tomar el tranvía que me llevaría al colegio (distante unos 2 Km) cuando pasamos por el conjunto habitacional “Hogar 16 de Julio”. Gabriel conversaba con un grupo de jóvenes de nuestra edad, 12 o 13 años, cuando lo divisé y reconocí por la insignia que portaba que éramos del mismo colegio. El ir con mi madre por única vez, con el paso de los años, se transformaría en toda una gran historia. Según Gabriel, quién estaba fumando con sus amigos cuando pasé por su lado, yo iba agarrado de la mano de mi madre, y eso no era ya una conducta de los adolescentes de entonces. Así no fue, pero Gabriel enriquecía año tras año dicha anécdota cuando hablaba sobre el inicio de nuestra gran amistad con amigos de diferentes círculos. Unos años más, y Gabriel hubiera contado que mi madre me llevaba de la mano hasta quinto de media. Así de imaginativo era, y creyente de su versión.

Yo estudiaba el primer año de media, mientras que él cursaba el segundo año. Amigos de Gabriel, mayores que nosotros (dos o tres años), que estudiaban conmigo en el primer año I, a quienes él conocía porque se quedaban castigados después de clases por su mal comportamiento, le habían hablado para que me pegara un día a la salida del colegio. Yo no los ayudaba en los exámenes, y por tanto debía recibir un escarmiento. Yo era bajo de talla, pero tenía experiencia de calle y muchas peleas en la escuela primaria en mi haber. Cierto me caía ya, pero acepté pelear a la salida porque entonces eso era lo correcto. Frente a frente, Gabriel le dijo a Flores Velasco, Ramírez y a otro cuyo apellido no recuerdo: “Yo no peleo. Él es de mi barrio”. Con el tiempo, este constituyó mi anécdota, así, medio en broma medio en serio, contaba que Gabriel fue el primer matón contratado de la época. En 1963, cuando jugaba en el recreo de las 10 am, esos “tres compañeros del 2F” me dieron de golpes. Me defendí lo mejor que pude, pero la superioridad numérica se impuso. Prometí romperles el alma cuando tuviera más edad, pero su mal aprovechamiento los llevó a otro colegio, y yo empezaba a perder fuerzas en forma acelerada.
En 1964, cuando pasé a tercero de media y me encontré con Gabriel, quién había repetido el año, en Tercero A, sabíamos que éramos amigos. El solía sentarse en la última fila mientras que yo lo hacía en la primera. Esa mañana, hicimos nuestra primera negociación de las muchas que hicimos en nuestras vidas. Ni para él, ni para mí, escogimos una carpeta de la tercera fila.
En 1965, en uno de esos días, cuando los estudiantes decidíamos no entrar a clases, sea para ir a ver una de las películas de estreno de James Bond, o para vagabundear, Gabriel me dijo: “Enano, cuando me case y tenga un hijo a quien llamaré Gabriel Alonso, tú serás mi compadre”. Sí loco, le respondí. Muchísimo tiempo después, no nació el hijo imaginado en la adolescencia sino Rosángela, y aun cuando varios colegas suyos le habían solicitado tal honor, Gabriel cumplió su palabra. ¡Así era mi compadre! Un hombre de palabra.
Estuvo a punto de perder el año en 1965 porqué sacó tres cursos para estudiar vacacional, entre ellos biología, un curso temido por los estudiantes de cuarto año. Flores Pezo, el extraordinario profesor del curso, solía decir: “Él que no aprueba el curso en 9 meses no lo aprobará en el vacacional”. Gabriel fue la excepción. Su futuro compadre, el mejor estudiante del curso, lo preparó día y noche, y él aprobó no sólo este curso sino también los otros dos, y pasó a quinto de media con todos nuestros amigos. Un logro que lo enorgullecía, y que recordó toda su vida.
Otra anécdota que solía contar a través de los años, se refería a un examen oral que el profesor Flores Pezo tomó a los alumnos de Cuarto A. Entonces, todos sin excepción estaban siendo masacrados por el profesor, a quien no se le ocurre mejor idea que llamarme para darles una lección de biología. Yo sabía los temas más complejos del curso pero las partes simples eran mi Waterloo, y él me pregunta sobre esto último. Mi respuesta no fue completa y para demostrar que no tenía favoritos, me aplicó la peor nota que tuve como estudiante de secundaria. Al paso de los años, asentía con la cabeza cada vez que Gabriel relataba su hazaña, y agregaba como colofón, mi estrepitosa caída. Por supuesto que no decía, que finalmente obtuve la mejor nota del curso y fui segundo en el cuadro de honor. Pero era su anécdota, no la mía.
Podría contar muchas anécdotas de nuestro paso por la secundaria, en las que mi compadre Gabriel era el protagonista principal, pero solo mencionaré que solía hacernos bromas pesadas ya que a veces terminábamos en medio de la pista, junto a la rueda de un ómnibus o magullados por un arbusto. Estas palomilladas como Gabriel los llamaba, no nos causaban ninguna gracia, pero al paso de los años, eran motivo de conversación y de mucha alegría. Los jóvenes cometen muchas locuras, y mi compadre no fue la excepción, más bien hizo honor al sobrenombre con que lo llamábamos.
Gabriel estudió Ingeniería Química, y en la universidad, nos juntábamos únicamente para asistir a reuniones de amigos en común o para estudiar resistencia de materiales o cálculo diferencial. Mientras tanto la atrofia muscular espinal seguía su curso implacable y pronto perdí la capacidad de ir a cualquier lugar en forma independiente o de incorporarme del suelo si me caía. Cuando ya no fue posible asistir a la universidad debido al progreso de la AME, Gabriel que entonces vivía en el distrito del Rímac solía visitarme los fines de semana; y con más frecuencia, cuando ya estaba realizando sus prácticas profesionales en empresas químicas de primer orden.
Con Gabriel salía a fiestas, no importaba si éstas se celebraban en un segundo o tercer piso, él me ayudaba a subir las escaleras; y si me caía bailando, me levantaba enseguida. Me acompañaba luego a casa y me dejaba acostado, recién entonces él se marchaba a su casa. Hasta año y medio antes de su fallecimiento, si ambos participábamos en una reunión, él iba y venía conmigo.
Cuando fui llevado de emergencia al Hospital 2 de Mayo en 1972 por una perforación de úlcera, supe entonces que quería vivir y que AME no me llevaría tan fácilmente. Como siempre, mi compadre Gabriel fue el primero en llegar al hospital y extender su brazo para la transfusión de sangre que tanto necesitaba.
Gabriel terminó su carrera y trabajó en una prestigiosa compañía cervecera del Perú, y jamás se olvidó de su amigo julio. Venía a mi casa con regularidad, donde se le consideraba un miembro más de la familia.
Un hombre tan generoso como Gabriel vio su suerte cambiar a fines de los 80s; mientras que a mí, la Dra. Liliana Mayo, Directora del Centro Ann Sullivan, me daba la oportunidad de mi vida en 1987. Gracias a ese giro del destino, pude ver por mi madre hasta el final de sus días, como se lo había prometido cuando niño, y enfrenté a AME con mejores estrategias, y mayor resolución.
Mi madre Julia sufre una caída en 1994 y se fractura tibia, peroné, y cadera. El Dr. Maceda la opera de emergencia, y una campaña internacional puesta en marcha por la Dra. Mayo y la Dra. Leblanc, a la que se suman amigos míos en Inglaterra, Suiza, España y Venezuela salvan su vida. 10 días después de la intervención quirúrgica, mi madre Julia presenta un cuadro severo de retención de orina y problemas cardíacos. Solo en casa, atiné a llamar a Gabriel y al médico que la había operado, quien me sugiere buscar a un médico que tratase la retención de orina mientras él ubicaba al cardiólogo para que la atendiese de emergencia. Era ya de madrugada cuando el peligro se conjuró por completo. Mi madre Julia superó los problemas de su intervención quirúrgica, y con la terapia apropiada, se puso de pie y caminó nuevamente con apoyo por ese piso lleno de huecos de nuestro vecindario, que no era apropiado para su edad (82 años) ni para su discapacidad adquirida. Ella vivió cuatro años más y mi compadre Gabriel estuvo a nuestro lado hasta su final en 1998.
Yo mismo me fracturé tibia y peroné en1995 y pasé tres meses con la pierna izquierda enyesada, que por su peso y mi atrofia imposibilitaba que estuviese en posición vertical. Aun así no falté al trabajo. En 1996, tuve perforación de vesícula, y una piedra (cálculo) enorme que debiendo bajar por los intestinos subió extrañamente hasta el píloro donde se atascó. Los doctores creían que tenía cáncer.
Recuerdo esa noche, estaba mal en casa, y ya que me habían rechazado varias veces en la emergencia del Hospital Almenara, pedí a Gabriel que me llevara al Hospital Rebagliati, donde gestionamos mí hospitalización, aun cuando no me correspondía ese hospital general. No me aceptaron pero me enviaron al Almenara en una ambulancia con documentación que solicitaba mí internamiento. Toda esa madrugada, Gabriel estuvo corriendo de un lado para otro para hacerme los análisis correspondientes a fin de poder hospitalizarme. 60 días después, la vida se salvó de milagro porque las posibilidades de salir vivo estaban ya en mi contra.
Igual fue en 1999, cuando mi madre Julia había ya fallecido, superé una vez un nuevo problema del conducto biliar gracias a la extraordinaria pericia del Dr. Rae y de su equipo médico. En esta oportunidad como en la anterior, gracias a Dios y al apoyo de mis hermanos Miguel, César y Rosa y del amigo Gabriel, la vida prevaleció sobre la muerte.
En este nuevo siglo, tuve que luchar por un lote de terreno que por justicia me correspondía en el barrio donde había nacido. Cuando mi madre Julia vivía, teníamos derecho a un lote de 50 metros cuadrados. A su muerte, el derecho se esfumó, y tuve que luchar contra esa injusticia. A Dios gracias, la razón se impuso y construí la casa que había prometido a mi madre. Como siempre, recurrí al amigo incondicional para llevarlo a cabo ya que mi cuerpo debilitado no me permitía encargarme de la obra por mí mismo. Tomó tiempo hacerlo, pero quien no conoce de imposibles sino de persistencia y lucha sin descanso, el sueño de la casa propia se hizo realidad.
Basta dar una mirada a mi pequeña habitación o a la casa en su conjunto para reconocer no solo el esfuerzo de un hombre que no se rinde ante la adversidad, sino también la ayuda incomparable y la contribución de un gran amigo en su realización.
Ni remotamente pensé que iba a sobrevivir a mi compadre Gabriel, que salvo su diabetes controlada de los últimos años, había gozado siempre de buena salud. Por esa razón, cuando Gabriel me visitó el 9 de enero de 2012 y dijo que tenía cáncer al colon, en etapa cuatro, y que no sabía si podría sobrevivir a la enfermedad”, la noticia me impactó tremendamente. Supe en mi corazón que mi compadre se iba ir antes que yo, ya que el cáncer al colon se había propagado al hígado, y no había mucho que hacer.
Días después, yo mismo me enfrentaba a otro gran problema. De un día para otro, estaba perdiendo la visión del ojo derecho, y fue necesario operarme de urgencia debido al desprendimiento de retina que había tenido. CASP, donde laboro, la ayuda de amigos estadounidenses, y la pericia del Dr. Wong fueron instrumentos de Dios en la recuperación de la visión perdida.
Tan pronto me sentí mejor, llamé a mi compadre Gabriel porque era mi misión ayudarle en la transición hacia el viaje sin retorno. Cada fin de semana lo llamaba y conversábamos un largo rato de todas nuestras vivencias escolares; y a medida que él se debilitaba, me consultaba sobre la manera de evitar las escaras que se podían desarrollar por estar mucho tiempo sentado. Así le recomendaba cojines de agua o de gel, botellas para orinar y otras tantas cosas que mi experiencia con la atrofia muscular espinal dictaba. Él seguía todas las indicaciones que le daba, y entendía en carne propia toda la devastación muscular que AME había causado en mi a través de los años. Comprendía más al compadre que ya no podía ir a su ritmo cuando tenía 30 o a los 40 años.
En diciembre de 2012, mi compadre Gabriel vino a despedirse de mí, sabía que no le quedaba mucho tiempo y me pidió que hiciera el esfuerzo de visitarlo porque él ya no podía hacerlo. Lo llamaba más seguido por teléfono, y pude visitarlo el 30 de enero de 2013 cuando mis vacaciones terminaban. Mi compadre fiel a su costumbre, me dijo “una cerveza compadre porque usted no viene por las puras”. Lo vi muy debilitado, apenas se podía mover en su silla, y su abdomen abultado parecía al de una mujer en gestación.
Estaba muy hinchado y aun así se tomó tres cervezas conmigo y mi asistente Domingo. Pidió dos más porque así era mi compadre, pero ya no pudo tomar. Si comió con gusto el pan con jamón que tanto le gustaba. Antes de marcharme con la promesa de volver, seriamente me dijo: Compadre Julio, ¿cree usted que llegaré a mi santo (26 de marzo), usted sabe? Yo no podía mentirle porque nunca lo había hecho, pero tampoco podía decirle lo que pensaba, sólo atiné a decirle, compadre Gabriel, los días que le queden pocos o muchos, páselo con sus seres queridos, mi ahijada Rosa Ángela, su papá Gabriel, y su hermana Leonor. Al día siguiente, Leonor me llama y me pregunta cómo lo encontré. Le conté que Gabriel me preguntó si llegaba a su cumpleaños. Ella también lo hizo, y en verdad, aunque su cumpleaños estaba a casi dos meses de distancia, y eso era imposible, no imaginé o no quise aceptar que su final era cuestión de días. La verdad era que mi compadre me estaba esperando para emprender su viaje final.
El 3 de febrero, Jorge Mandujano, un amigo del barrio y ex alumno de la Gran Unidad Escolar Hipólito Unanue, donde estudiábamos, vino a mi casa como a las 7pm a darme la noticia: “Julio, se nos fue Gabriel. Voy a iniciar los trámites del sepelio ahora mismo”. Gabriel era tan organizado que había pedido a nuestro amigo Jorge encargarse de todos los trámites de su fallecimiento, pagando todos los gastos con anticipación. Así era mi compadre, previsor, sincero, leal, honesto, gran bailarín (campeón en 200 millas a la redonda como solía decir) y defensor a ultranza de los débiles frente a las injusticias.
Varios meses han transcurrido desde su fallecimiento, y aun cuando mi vida cambia por el progreso de la atrofia muscular espinal, me adapto y sigo en tenaz lucha. Y eso es posible porque tuve la suerte de encontrar en mi camino a personas con un corazón grande y solidario como mi compadre, amigo y hermano, Gabriel Muro Rodríguez.
No te digo adiós compadre, porque sé que un día nos veremos nuevamente. Hasta ese entonces Gabriel, nos vemos.
Tu compadre Julio.

Gracias Julio por el inmenso cariño que tuviste por mi querido hermano Pepe o Gabriel, ten por seguro que él igualmente lo tuvo por tí, por algo fuiste su mejor amigo de toda la vida.
Leonor Muro Rodríguez
Muy lindas palabras para una persona tan especial como mi tío. La generosidad que tenía hacia los demás y su gran corazón son cualidades que no muchas personas poseen. Descansa en paz querido tío.
Julio, me enteré por este medio del fallecimiento de nuestro amigo en común Gabriel (Pepe) Muro. Fue una noticia bastante triste, ya que hacia tiempo que ya no tenia noticias de Gabriel. No se si podrías contarme algo de el, ¿que fue de su hija? ¿sus padres?. Te agradeceré la información que me puedas alcanzar.